Camino de rendición, foto de Ant Jackson

Camino de rendición

Te llamas Lucía y estuviste a punto de no nacer. Tu madre y yo estuvimos dándole muchas vueltas pero al final prevaleció la ilusión que nos hacía tenerte sobre la inconveniencia de acabar ofreciendo una nueva pieza al engranaje. Espero que nos hayas perdonado. Espero que hayas logrado mantenerte a salvo, alejada de ellos, agazapada, camuflada en la masa. Nosotros intentamos hacer lo posible por conseguirlo, por darte las herramientas y conocimientos necesarios para evitar caer bajo sus garras. Nos jugamos la vida. Y, al final, acabamos perdiendo la apuesta. 

Nos negamos a implantarte la célula de identificación. Ese fue el primer paso. De cara al centro de control, no existes. Nunca lo reconocen de forma oficial, pero hay miles como tú. Seres anónimos. Hombres y mujeres como lienzos en blanco, sin programar, ajenos al sistema de seguimiento. Cuando optamos por ello, pensamos que era la mejor opción. No ofrecerte en sacrificio. No caímos, claro, en la cuenta de que si por esa parte te concedíamos un tiempo que a la mayoría se nos había vetado, por otra dejábamos la puerta abierta a múltiples peligros. Cualquiera puede matarte sin responder por ello. No existes. No eres nadie. Tu cuerpo serviría para alimentar los sistemas energéticos. Nadie haría preguntas, a nadie le interesaría saber quién eras. Cuando, con los años, tu madre fue consciente de esta y otras amenazas que no habíamos calculado, no pudo soportarlo. No habíamos previsto que las cosas iban a degenerar tanto. Cualquier límite a la decadencia que nos hubiésemos imaginado fue superado una y otra vez.

No tendrías más de seis años cuando me quedé solo contigo. Quizá aun lo recuerdes, quién sabe. Era la época en que la masa comenzó a suplicar por unos minutos de sol a la semana. No todos podían permitírselo. Ahora no puedo dejar de sonreír al pensar lo ingenuos que éramos, creyendo que la cosa solo podría ir a mejor. Dicen que cuando estás en el fondo no puedes caer más bajo; el problema llega cuando estás en una pendiente sin fondo que alcanzar. Visto en perspectiva, la caída es evidente; desde nuestro punto de vista, desde la lucha por la supervivencia diaria, la inclinación no se apreciaba. La Tierra nos parecía plana. Los pocos que aun teníamos fuerzas para luchar fuimos eliminados de forma paulatina pero sistemática. Hoy, este; ayer, ella; mañana, cualquiera. Entramos en estado de paranoia permanente. Todos éramos sospechosos. Perdimos de vista al enemigo común y este aprovechó para devorarnos.

Un día, aun no sé con seguridad qué sucedió, te perdí. Por lo que he podido averiguar en estos años, debí de ser detectado. Reprogramaron mi chip y estuve unos días perdido, aturdido, mirando todo sin ver nada. Eso, al menos, es lo que me contaron los pocos que quedaban en el núcleo. Creyeron que me habían perdido para siempre y te pusieron a salvo. Te llevaron a uno de los refugios, donde había quien podía hacerse cargo de ti. A las pocas semanas, antes de recuperarme del todo, una incursión de seguridad provocó que se perdiera el contacto con ellos. No volvimos a saber de ti. Para mí fue como si me arrancasen los ojos y el estómago al mismo tiempo. Me dejé perder. Todo por lo que había luchado, de repente dejó de tener sentido. Comencé a hacerme pequeños cortes en la piel para comprobar que aun sangraba. Intenté extirparme el chip, pero todos sabemos que es imposible. Temieron por mi cordura y mi vida. Me encerraron. No podían permitir que acabase llamando de nuevo la atención de seguridad. Éramos de los pocos núcleos que seguían operando de vez en cuando. Lejos, a pequeña escala, pero aun dábamos un poco de guerra. Aunque la masa nunca llegase a conocer siquiera nuestra existencia. La red ya se encargaba de inocular el falso mensaje de utopía perpetua.

Cualquier precaución es poca, decíamos, y vaya si era verdad. Al final, nos cazaron sin piedad. Solo nos salvamos tres. No sin dificultad, conseguimos camuflarnos en la masa, esperando el momento oportuno. En hibernación. Así pasaron unos cinco años. Para entonces tú ya tendrías 13 años. Me gustaba imaginar qué sería de ti. Contaba con que habías logrado sobrevivir; con que eras, en cierto modo, feliz. Era un deseo pueril, sí, pero me valía para mantener la esperanza y alimentar la paciencia. Hasta que llegó el día.

Caminaba entre calles residenciales, evitando la mirada de los agentes de seguridad pero con la suficiente confianza como para no despertar sospechas, hacia mi puesto en el engranaje. Ese día me tocaba el turno semanal de 16 horas. Yo estaba en la escala más baja: pertenecía al equipo de reciclaje, un eufemismo con el que el centro de control denominaba a la selección y procesado de las pertenencias de los miembros de la masa fallecidos. Todo lo de valor pasaba a ser propiedad del sistema; lo desechable, incluido el cuerpo, se enviaba a la sección de energía, donde pasaba a formar parte de los recursos con los que se mantiene en pie el sistema. De vez en cuando, los operarios creíamos reconocer el rostro de quien estábamos desvalijando, aunque la sensación duraba poco: el microchip actuaba y eliminaba cualquier atisbo de recuerdo que surgiese. En un momento del trayecto, escuché un lamento, un pequeño gemido justo detrás de mí. Me giré y vi a una adolescente saliendo de uno de los bloques de lujo, que apenas podía aguantar el tirón que daba el labrador clónico, rosa, que sujetaba con una correa. Le miré a los ojos y murmuré tu nombre. Al intentar dirigirme hacia ella, fui reducido al instante y llevado a la central de seguridad.

Toda una vida de desastres me cayó encima de golpe, devastando la poca fuerza que me quedaba. Por lo que sé, o imagino, aprovecharon mi información para ir eliminando lo que quedaba de núcleos. Algunos todavía paseamos con la mirada perdida, la memoria anclada en la época en que aun había posibilidades de lograr un mundo mejor, entre los pasillos del centro de aislamiento. A pesar de todo, sigo soñando con que, aunque sea un poco, logres ser feliz y consigas lo que tu madre y yo no logramos. Incluso aunque acabes formando parte de la masa, como una pieza más del engranaje diseñado para perpetuar el poder del centro de control, cuya vida se limite a seguir patrones establecidos para que ellos acaben alimentándose de tu piel, tu sangre, tus músculos y tus huesos. Como lleva sucediendo desde que dejamos de rebelarnos; desde que nos dejamos vencer.

(Foto de Ant Jackson).

(Publicado originalmente en el muy recomendable fanzine La Guasa de la Memoria).

Un comentario

  1. Información Bitacoras.com

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